Somos simios mirandose al espejo.
Era uno de esos meses que no deberían llamarse septiembre ni febrero. Era como una simple cadena de mierda consecutiva, de esto que te llega un olor a podrido y no sabes de dónde coño sale porque todo es muy bonito fuera pero huele a cadáver. Y nadie sabe cuando ni cómo, ni quién ha muerto, ni porqué. Las causas y los efectos no importan. Me venía a la mente una especie de Edad Media consumista, con déspotas que eran hijos de puta de verdad, porque se te colaban en la mente y alguien les puso el nombre de progreso. Todos se lo creyeron.
Y entonces no se si era la Edad Media, o una selva de simios sonrientes venerando al dios que se reflejaba en el espejo.
O resbalaban cosas por el colador de la mente, que parecía estar todavía contaminada o en proceso de despertarse y ver toda esa danza de gilipollas vestidos de ejecutivos, metidos en rituales a los que ponía luz y sonido la publicidad, persiguiendo sin cuestionarse esas leyes que alguien ha puesto, pero del que no se conoce ni su nombre ni su cara. La realidad resultaba un poco indigesta, y entonces se debía vomitar poquito a poquito.
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Y todas las sonrisas felices escondían rutinas. Y todas las rutinas eran la misma rutina. Y yo coleccionaba estúpidos poetas en libros. Un hombre pedía dinero en el vagón del metro. La gente hablaba de simulacros y artefactos. De arte muerto
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Es absurdo y cómico como lo de aquellos que esperaban a Godot. La sociedad se destruía, y de las ruinas y la basura que había quedado, ellos construían rascacielos grises. El sabor a triste les llegaba a las nubes y a los pájaros, las primeras se transformaban en lluvia, y los segundos se cagaban en el suelo, vengándose.